Quienes enseñan valiéndose de alegorías quedan a merced de libres interpretaciones. Sabe Dios de Jesús, sus parábolas y la variación y variedad de cultos que se sostienen sobre los mismos (¿?) textos sagrados. En nuestra más prosaica realidad, Borges sentaba la importancia del receptor en Pierre Menard, autor del Quijote. Llámese lector en el caso de textos, espectador si de obras visuales se trata, las obras descubren nuevos sentidos, se estrenan y actualizan cada vez. Poco importan las intenciones de sus autores, sus motivos e impulsos. El origen, el punto cero, es sólo una coordenada. La siguiente sucesión de puntos traza el camino y éste no depende (o poco, muy poco) del autor.
En alguna vieja entrada conté la devoción de mi madre por el ballet. Vuelvo a aquellos años de mi infancia con un único canal de televisión transmitiendo en blanco y negro de 17 h a 0 h. Créanme. Hubo un tiempo no muy lejano en que las opciones se reducían a encendido o apagado, rústico sistema binario de unos y ceros trasladado a la realidad sin touchscreen. En esos años de disciplina espartana el horario de protección al menor me enviaba a la cama sin atenuantes ni protestas excepto (a cada regla, su excepción) las inocentes noches de ballet carentes de palabras inapropiadas o insinuaciones de sexo, ¡faltaba más! En estas noches de té en hebras, pijama, cisnes y don Quijote me hice devota de Maya Plisétskaya.
Antes de los reglamentarios catorce que indicaban las tabulaciones sugeridas por las autoridades de la censura mamá juzgó que mi madurez habilitaba el ingreso al cine en su compañía. Me hice grande de la mano de títulos como Bodas de Sangre, con Gades y Saura sacando chispas de García Lorca, Será justicia, curiosa traducción de The verdict con Newman y Rampling y (música de suspenso) la película de título esquivo cuyos únicos datos eran ballet, Maya y un tren. Años después disfruté el Bolero de Ravel a modo de consuelo mientras intentaba localizar la película extraviada. En mi cerebro, rumores de aquel film me atropellaban como el tren envuelto en una luz roja que destruía la figura de la bailarina en el primer plano de mi pantalla.
El jueves pasado, una mención a Isadora Duncan en los prometedores capítulos iniciales de la novela El sexo es mi lenguaje reavivó mi búsqueda. Tras un estimulante encuentro del taller de cine semanal concluí que con los fuera de campo y las insinuaciones recortadas montamos nuestra propia película. Decidí no dar nada por sentado y repasar uno a uno y fotograma a fotograma los films de la Plisétskaya. Comencé por Anna Karenina. La suerte estuvo de mi lado.
Para mi sorpresa el tren era un personaje de mi imaginación; la luz roja anunciaba la presencia de Godunov y el infierno que desataba. Una importante miopía, diagnosticada uno o dos años después de aquellos eventos, y una imaginación a prueba de sentidos deficientes me impulsaron a dirigir esta versión propia, originalísima e intransferible, de la película protagonizada por una bailarina que sucumbe atropellada por un tren. La búsqueda fue una excusa, mi propia alegoría enamorada de los errores. El viaje no estuvo mal.
